¿Evaluar o no evaluar?

La doble exclusión de las mayorías en nombre de la inclusión

Fernando Korstanje

/Docente de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán/

¿No se les puede dar a los estudiantes los libros, sin más, para que aprendan por su cuenta? Y si no entienden ¿quién garantiza que podrán entender las explicaciones del profesor? El razonamiento del profesor, sus palabras, ¿son de una naturaleza diferente a los razonamientos y palabras del libro? Y si así fuera, ¿no habría todavía que explicar la manera de entender las explicaciones del profesor? Y así podríamos seguir en una espiral hacia el infinito.
Jacques Rancière

La pandemia hizo que muchos descubrieran que hay tecnologías distribuidas de manera asimétrica en la sociedad. La mentada brecha digital. Se descubren limitaciones de acceso a las tecnologías, y (por ellas o con ellas) la evidencia de una exclusión intolerable. Pero la exclusión ya estaba ahí. En un país injusto, del continente más desigual del planeta. Y en nuestras aulas presenciales y “normales”. En algunas facultades hay aulas desbordadas, clases magistrales de flujo unidireccional, baja relación docente alumno, y desaprovechamiento grave de estas mismas tecnologías. Nunca tendremos oportunidad de conocer a los y las potenciales estudiantes que no accedieron a la universidad porque no pueden afrontar los gastos de transporte y apuntes, las madres solteras que trabajan para mantener sus hijos, los y las que cocinan para su familia, los campesinos y los presos, por dar algunos ejemplos. ¿Por qué resulta intolerable ahora lo que se toleraba antes? Tuvimos (y no usamos) un amplio margen de maniobra para hacer algo que disminuyera esas múltiples causas de exclusión, empezando por nuestra casa. Por ejemplo: ¿Por qué tolerábamos que no hubiera internet para los estudiantes en nuestras universidades? Se la negábamos antes. Y hoy, que ellos mismos deben proveérsela, nos rasgamos las vestiduras y les decimos que no tienen suficiente ancho de banda o crédito. Y diagnosticamos la desigualdad de acceso sin hilar fino en el tipo de herramienta analizada.

Algunas preguntas que podrían alimentar un debate y descartar prejuicios son: ¿Hay elementos definitivos para afirmar que (siempre hablando de la universidad) la educación a distancia y sobre todo la evaluación, aumenten una exclusión previamente existente?. ¿Es una verdad absoluta que, siempre, todo lo presencial es mejor?. ¿La “solución” de no evaluar o calificar a los alumnos universitarios soluciona algo a los excluidos o en cambio genera un nuevo problema, pero esta vez para la mayoría de incluídos? ¿Cuántos son los excluidos por la brecha digital? ¿es todo resta o también hay suma de estudiantes que antes eran excluidos por el sistema presencial y hoy pueden cursar? ¿cómo es realmente ese balance?. Y en todo caso ¿cómo y por qué la evaluación y acreditación de saberes lo afectaría de manera negativa?¿Qué dicen de esto los estudiantes? ¿Querrán hacer un esfuerzo que no les será acreditado?¿Estarían dispuestos a que nosotros decidamos cómo se aprovecha mejor su año?

Por último, habría que hacer una operación algebraica para arrimar un argumento de peso a favor de la evaluación de estudiantes universitarios y en contra del orden pedagógico de la normalidad: ¿Cuántos alumnos debemos esperar en las aulas post-pandemia?. La decisión de no evaluar puede llevar a una exclusión doble. Se los excluye este año (en que no pueden avanzar en sus estudios) y se los excluye el año que viene nuevamente al convocarlos a un cursado colapsado, con la matrícula duplicada por la llegada de los nuevos ingresantes. La porción de estudiantes antes incluída ahora pasaría a ser homogéneamente excluida, no ya por causas de sus propias limitaciones tecnológicas y socioeconómicas, sino producto de nuestras decisiones.

La exclusión es doble porque opera:

a) sobre el doble de estudiantes y,

b) el doble de veces. Este año y el próximo también (al menos para la mitad de ellos)

Parece absurdo discutir de manera binaria “qué es mejor”, presencialidad o virtualidad, como si no fueran complementos y como si estuviéramos ante la posibilidad de una opción. Aun así es interesante, como ejercicio especulativo, comparar nuestras respuestas de emergencia, improvisadas, con las archi-maduradas condiciones de la presencialidad real. Poner en el balance el tiempo muerto y costo de los desplazamientos físicos necesarios para entregar en papel impreso un trabajo que era digital de origen, el tiempo y el dinero invertidos en apuntes y fotocopias borrosas. ¿Qué tanto pierde lo analógico, la versión original, frente a una grabación digital?. Es hermoso encontrarse con los compañeros y los docentes en la facultad, la amistad, la militancia y el bar. Pero convengamos que no se puede ya venir a reivindicar como la panacea del diálogo educativo una clase magistral en un anfiteatro de 300 estudiantes. No digo con esto que todo lo presencial es obsoleto. ¡Válgame Dios y ampáreme de las acusaciones de ser un agente del Imperio a favor de la robotización de la docencia, el teletrabajo explotador y otras plagas!. Sostengo que lo digital ya está entre nosotros, que es un complemento que bien usado es virtuoso y además, justo en este momento, nos está sacando las castañas del fuego. Baste imaginar esta pandemia sin internet. Las llamadas nuevas tecnologías ponen en tensión las “concentraciones” (de libros en una biblioteca, de alumnos en un anfiteatro) y, sobre todo, las relaciones de poder entre el que enseña y el que aprende, que tienden a reequilibrarse en favor de los estudiantes. Los docentes estamos más vulnerables, al dejar registro de nuestras palabras. Tendremos que acostumbrarnos a estar más expuestos. Los métodos de enseñanza y de evaluación de una cátedra adquieren otra visibilidad y posibilidad de escrutinio por parte de los estudiantes universitarios. Pueden callarnos y darnos la palabra. Pueden ponernos en pausa o saltar pedazos enteros de nuestras clases. No es poco el control que ganan. También ganan tiempo. Un viaje a la facultad de una hora, para tomar una clase de dos horas y volver a casa a cocinar, hacen un total de 4 horas. Esa misma clase quizás la puedan escuchar con auriculares, a velocidad acelerada, en una hora y media, mientras realizan actividades rutinarias, o lavan la vajilla, van a hacer las compras, se mueven en diferentes espacios o comen mandarinas al sol. Pueden fragmentarla, pausarla, reeditarla, detenerla o repetirla. Ese ahorro de tiempo y dinero en viajes y la administración de los momentos de estudio ha permitido a muchos estudiantes universitarios cursar más materias de las que podía cursar de manera convencional, con el mismo gasto en tecnología que ya hacía. No quiero imaginar la desazón que puede provocarles saber que, por el bien de todos, no vamos a evaluarlos. Que su esfuerzo y el nuestro fueron ejercicios que hicimos juntos para “mantener el vínculo”.

Hoy sólo tenemos la posibilidad de comunicarnos con nuestros alumnos a distancia. Hay que hacer y pedirles un esfuerzo extra pero en el marco del mismo contrato pedagógico que nos vincula. Y eso incluye la evaluación. Por suerte, tenemos para ello tecnologías que ya tienen más de 30 años entre nosotros y vinieron desde el siglo pasado para quedarse. Hubiera sido deseable exigir una acción más decidida del Estado para democratizar el acceso de docentes y estudiantes a ellas, claro que sí. Con el gobierno pasado dejamos este rubro estratégico en manos del mercado y ya vimos que no era todo lo mismo.

Negarnos a usarlas para compartir conocimiento no es apenas conservador; desnuda nuestra inseguridad para mantener relaciones igualitarias, y alejarnos de métodos jerárquicos que (en términos de Rancière) imponen un “círculo de impotencia” dado por el orden establecido que subordina a un alumno a su maestro explicador. Es el explicador el que necesita del incapaz. Es él el que lo constituye como tal. Para explicarle una cosa a alguien, primero hay que demostrarle que no puede comprenderla por sí mismo.

Es pensando la inclusión en estos términos de emancipación que propongo que la vieja “normalidad” no vuelva nunca más.

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